Redacción (Madrid)
Apenas aterrizas en el Aeropuerto Las Américas y el calor caribeño te envuelve al bajar del avión. Un taxi te deja en la Zona Colonial, donde las calles empedradas y los balcones coloniales revelan un laberinto de historias. Paseas sin rumbo entre fachadas amarillas y rojas, cada una apuntando a un pasado de conquistas y tesoros perdidos. El primer sorbo de un jugo de chinola te despierta y, al doblar la esquina, descubres una pequeña librería de segunda mano donde un anciano te cuenta que Santo Domingo es la ciudad más antigua de América, fundada en 1498 por Bartolomé Colón.

El sol comienza a ponerse y te encaminas hacia la Puerta del Conde, testigo de la independencia dominicana. Desde allí, los volúmenes se mezclan con el rumor de tambores y maracas que proviene de un colmado cercano. Entran músicos con tambores “palos” anunciando la noche, y el aroma de chicharrón y yaniqueques te guía hasta un puestecito donde la gente conversa animada, riendo con un merengue improvisado de fondo. Te sientas en una banca de madera y, entre bocado y bocado, comprendes que la esencia de Santo Domingo late en lo cotidiano.

Amanece en la plaza de España y el canto de las palomas se cuela por las rendijas de la ventana del hotel boutique. Con un café dominicano y un pan de agua caliente en la mano, atraviesas la Catedral Primada de América, la primera catedral construida en el Nuevo Mundo. La luz que se filtra por los vitrales pinta el suelo de colores y te recuerda la mixtura de culturas que aquí converge. Te detienes junto al mausoleo de Cristóbal Colón, donde los guías hablan con orgullo de la obra arquitectónica y del legado que aún conserva intacto el clasicismo renacentista.

Al mediodía, el Mercado Modelo se convierte en un caleidoscopio de tejidos, artesanías y especias. Caminas por pasillos angostos y saludas a artesanos que tallan figuras de caoba y pintan máscaras carnavalescas. Pruebas un sancocho en un pequeño comedor familiar, servido en un plato hondo, cargado de yuca, plátano y carne de res. Cada cucharada tiene el sabor de la tradición, de familias que han pasado recetas de generación en generación.

Ya con la tarde avanzada, tomas el Malecón, esa amplia vía a orillas del Caribe donde el viento salado te peina el rostro. Motoconchos y ciclistas compiten con el sol que se oculta tras el horizonte. Llegas al Faro a Colón, monumento dedicado al Almirante y convertido hoy en memorial. Desde ahí se ve cómo la ciudad se enciende: luces de neón, anuncios de rumba y bares que ofrecen bachata en vivo. Te demoras un rato observando el mar, pensando en cómo dos días apenas rozan la superficie de este mosaico urbano.

La noche cae de nuevo y tu última jornada concluye en un bar de la Avenida Duarte, donde un saxofonista regala notas de jazz mezcladas con boleros. Las mesas repletas de parejas y grupos de amigos brindan con mamajuana, licor emblemático de la isla. Mientras la música se funde con risas y brindis, comprendes que en 48 horas has vivido siglos de historia y latidos de presente, y que Santo Domingo seguirá resonando en tu memoria mucho después de tu partida.

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